Recuerdo que un día me quedé en tu casa, abuela.
Al regresar de la escuela, llevaba conmigo una tarea de matemáticas que no entendía. Me sentía frustrada, confundida… y en esa ocasión me tocó estar contigo.
Te sentaste a mi lado, con esa paciencia infinita que te caracterizaba. Me explicaste con palabras simples, con cariño, como solo tú sabías hacerlo. Poco a poco, todo empezó a tener sentido. Y no solo terminé mi tarea: me sentí segura, comprendida… acompañada.
Ese día, como en muchos otros para ti, no solo fuiste mi abuela.
Fuiste mi maestra.
Una maestra de vocación, sí, pero también de alma. De esas que enseñan no solo con la voz, sino con el corazón.
Gracias por enseñarme con amor,
gracias por compartir ese momento conmigo,
gracias por tanto.